Los tiempos verbales y la fugacidad de la vida…
Desde la ventana de un piso elevado de la ciudad de Rio, alcanzo a ver un árbol muy grande del que no tengo interés en averiguar hasta que ventana superior a ésta acompañan sus ramas.
La vista que tengo por mi ventana no es la misma que mi vecinos del 502 y del 303 poseen; yo tengo el palco principal para ver a dos formigueiros de cabeça negra cantar. Al rato, oigo un avión pasar que interrumpe la obertura que intentaban desarrollar los cantores ya nombrados.
Mientras que yo solo oigo al avión pasar, el vecino del 502 lo ve en su totalidad y el del 303 alcanza a ver solo la mitad del vehículo que en unos días me llevará de regreso a casa.
La ventana de la que ya hablé esta proveída de una red de hilos blancos que cumplía una función que ahora ciertamente es menos aprovechada. Y es que cuando mi prima tenía un poco más de un año y empezó a caminar, no le faltaron muebles que escalar, y sus padres temerosos de verla alguna vez en peligro de caer y hacerse daño no dudaron en instalar dicha red. Ahora mi prima tiene 11 años y es lo suficientemente cuidadosa como para no escalar el mueble que le ayudara siquiera a oir los aviones pasar.
Todo lo que veo lo hago a través de los hilos entrecruzados que forman la red aún bien colocada en la ventana del piso que habito. El del 502 no tiene su ventana enmallada, con lo que su perspectiva sobre el paisaje enmarcado por su cristalera es distinta solo con eso. Lo sé porque de esto último sí me ocupe de averiguar la noche anterior, cuando estacionábamos el carro al pie del árbol grande que ya mencioné, el mismo que por abulia me resisto aún a estudiar.
Me despido de Don Quijote hasta más tarde y me siento en el mueble por un poco de televisión carioca. Siendo dramáticos, no entiendo nada de lo que dicen esas presentadoras de enorme trasero. Inmediatamente entran al set unos chiquillos y otros no tan jóvenes, y sin más preámbulos empiezan a «paparear».
Muy bonito todo, pero ya tengo que irme. Me paro del mueble, apago la tv y encuentro la cara de mi tía, roja de impaciencia. El único que parece estar listo para ir por la picanha del boteco de la esquina, que tanto publicity le hizo mi prima ayer, soy yo. Mi prima sigue cruzando el corredor que da a las habitaciones en busca del peine, de sus zapatitos nuevos que le traje desde Perú y su chaleco negro, que tanta ilusión le hizo comprar ayer. Mi tía se pone cada vez más roja y ahora es como si botara llamas por la fosas, al mismo tiempo le advierte a gritos que ya se va, que la dejamos.
– ¡No encuentro el peine, má! – se desesperaba mi prima.
Comemos, paga y nos vamos. Mi prima me miraba con ojos de encuestadora.
– ¿Satisfecho? -preguntó.
Llega la noche y con ella Dirki, sobrina de mi tío, que me hará un tour nocturno por el barrio. Saludo a Cervantes y me dispongo a leerle mientras espero a que Dirki cene, se bañe, se maquille y se peine. Cuando me estaba encariñando con Sancho, aparece Dirki buscando el peine y me indica, tal cual guía de turismo, que debo alistarme.
El peine y las mujeres.
– Salimos en 20 minutos -dijo ella.
Llegamos a un bar cultural, en la Rua Voluntarios da Patria. Un cartel al mejor estilo pop art nos recibe.
Cinemateque Jam Club.
Adentro Dirki encuentra a unos amigos suyos y me presenta. Al fondo, en el escenario, una chica en pijamas me atrae. Tiene una banda que la acompaña. La gente rie, bebe, brinda y parece no escuchar a… -Cibelle, así se llama- interrumpía mi contemplación Dirki, como adivinando en mi mirada mi reciente interés por la chica del peinado despeinado, que se contorneaba sujeta al micro.
Fenomenal.
Esta noche a la buena música le acompañan buenos tragos, caipivodkas para todos. La siguiente ronda de alcoholización se encuentra a cargo de la bebida nacional; luego de varias caipirinhas me pongo a «filosofar» sobre la simplicidad de la preparación, que nunca imaginé tenía esta bebida mundialmente conocida. Se que tengo una escasa cultura etílica, y que debe ser esto la causa de no saber que el ron, el limón, el azúcar y el hielo resultaban mezclados, el trago bandera brasilero.
La gente ahora saltaba, algunos ya no podían, pero los había visto saltar cuando en busca de un affaire no reparaban en el desgaste propio del baile con tal de ligar con alguna de las garotas escasamente vestidas; las «caipis más algo» que todos ellos habían estado tomando habían ayudado en traerlos abajo.
Se despide Cibelle y nos recuerda que nos quedemos, que sigue otra banda.
-Obrigada – dijo escuetamente ella.
Mientras sacan y colocan instrumentos pasa un buen tiempo, pero finalmente la siguiente banda sube al escenario. El Cinemateque está a lleno total cuando empienzan a tocar.
(segundos después en Perú)
Son más de las 12 del medio día y sigo en pijama, no me he bañado aún y empiezo a apestar. Cuando recuerdo mi viaje a Rio, sonrío. La experiencia con respecto a la música fue muy productiva; descubrí muchas buenas bandas de diferentes géneros. A decir verdad, éste era uno de los objetivos de mis vacaciones y creo que lo logré.
Segundos después sigo aquí.
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